SANTUARIOS EXTRAURBANOS
Cuevas santuario
Con esta denominación se hace referencia a las cavidades con desarrollo subterráneo, que poseen una o más salas unidas mediante galerías, asociadas a manantiales o cursos de agua, utilizadas como santuarios rupestres, que en algunas ocasiones darían origen a santuarios de carácter comunitario o incluso supraterritorial. Los santuarios en cavernas de época ibérica representan una vertiente más de los lugares de culto, junto con otros al aire libre en zonas ajenas al hábitat propiamente dicho o incluso en zonas urbanas y domésticas (Broncano, 1989; Lillo, 1999).
Las cuevas-santuario se documentan en toda el área cultural ibérica, y tienen una cronología que va desde fines del siglo VII o inicios del VI a.C., hasta la romanización, cuando algunas de ellas siguen utilizándose en cultos cargados de sincretismo.
El análisis de este tipo de lugares sacros permite establecer dos tipos principales en función de su génesis de formación y de los hallazgos de carácter cultual aparecidos en su interior. El primer grupo se localiza sobre todo en lugares abruptos y elevados, en desfiladeros y acantilados. Tienen como característica su origen en antiguas surgencias, por lo que suelen ofrecer un desarrollo lineal, estando constituidas por una o dos galerías principales de las que parten otras galerías secundarias.
En su interior, algunas veces ofrecen una estructura a modo de altar y es frecuente el hallazgo de espadas, puñales, hachas y cuchillos, que aparecen depositados junto a otros materiales metálicos, como fíbulas y alfileres, o cerámicos. Copas, vasos, oinochoes, Kalathos y pequeños jarros bitroncocónicos de pasta gris (Moneo, 2003). Este tipo de cueva-santuario es característico de la zona Noreste de la Península Ibérica, e incluye las cuevas de Colomera, en Lérida, Font Major, en Tarragona, y con más dudas, la del Gegant, Barcelona y Les Dones, en Valencia.
El segundo tipo de cueva-santuario, también se sitúa en lugares de difícil acceso, sobre barrancos, como por ejemplo las cuevas de la Olla del Sumoi, en Tarragona, el Murciélago, en Castellón, la Sima del Infierno, las Palomas, la Cocina, Merinel o Barranc dels Llops, en Valencia, la Pinta, Sima de les Valls, o Cueva del Moro, en Alicante, los Hermanillos, en Murcia, o la Cueva de la Murcielaguina, de Córdoba. Otras veces están localizadas sobre un cantil rocoso, como en Salchite, Moratalla, o en proximidad de un río, como la cueva de Majauma y los Mancebones, en Valencia, o, en la ladera de un monte, como las de Cerdaña, en Castellón, Puntal de Horno Ciego, Mallaetes, Bernarda, Cerro Hueco o Volcán de Faro, en Valencia, Cueva Fosca, les Dames y la Moneda, en Alicante, el Castellar de Santiesteban, en Jaén, por poner algunos ejemplos significativos, aunque el número de cuevas-santuario conocidas y las que posiblemente lo fueron, es mucho mayor.
La planta de este tipo de cuevas es bastante irregular, y de variada morfología, según las características kársticas de cada cavidad, pudiendo estar formadas por una simple abertura en la roca a modo de abrigo, aunque el tipo más común aparece constituido por oquedades con una o varias entradas, que dan acceso a una sala principal de donde parten diversos corredores hacia otras salas. A menudo en su interior se encuentran formaciones kársticas, manantiales, lagos o gourgs, que otorgan al lugar un valor especial, cargado de sacralidad y ligado a cultos a númenes o genios de la naturaleza. Menos frecuente en estas cavidades es la aparición de estructuras de carácter sacro, como el altar de la cueva de la Cocina, Valencia.
En el interior de estas cavidades, los materiales arqueológicos aparecen depositados tanto en lagos y gourgs como en huecos de los espeleotemas o de la roca de las paredes. La pieza que ha suscitado la atención del cuerpo investigador, tanto por su representatividad como por su carácter vinculado casi exclusivamente a lugares sacros, ha sido el vaso caliciforme. Su presencia resulta muy significativa en necrópolis y santuarios al aire libre y en cuevas, y cuando aparece en poblados se asocia a santuarios cívicos o a espacios domésticos de culto (González-Alcalde, 2009). Por lo general, la mayoría de estos vasos caliciformes, aparecen intencionadamente rotossiguiendo un ritual, aunque otros se depositaron en posición invertida, con restos de ofrendas en su interior. También es frecuente el hallazgo de fragmentos de cerámicas áticas, kylikes y skyphoi, e ibéricas, principalmente jarras ampuritanas y ollas a las que se ha atribuido un uso sacro como contenedores de ofrendas (Grau, 1996b), pero también páteras, platos, cuencos, oinochoes, ánforas y más escasos Kalathos y fusayolas.
Exvotos en terracota han aparecido en la cueva del Valle y les Meravelles y, de piedra, en la Murcielaguina. Más comunes son los exvotos metálicos, en bronce, antropomorfos y zoomorfos. Además también han sido hallados en este contexto otro tipo de objetos como armas, adornos personales, cuentas de pasta vítrea o fíbulas. Otros vestigios que componen muy habitualmente el registro arqueológico en las cuevas-santuario ibéricas son los restos óseos. En este sentido debe señalarse que en buena parte de las excavaciones los elementos osteológicos han sido desechados y los estudios arqueozoológicos han brillado por su ausencia. Al parecer, un buen número de ellos han sido encontrados quemados en el interior de las cavernas. Suelen pertenecer a animales domésticos, sobre todo a ovicápridos y suidos, destacando en estos últimos algunas mandíbulas de individuos jóvenes (Blázquez, 1983).
Las cuevas-santuario se han relacionado con los ritos iniciáticos de clases de edad, y con rituales de lustración y purificación antes de entrar a la población (González Alcalde y Chapa, 1993; Almagro-Gorbea y Moneo, 1995; Moneo, 2001). Estos ritos iniciáticos en cuevas ofrecen paralelos bien conocidos tanto en la Protohistoria como en el mundo clásico, pues se documentan entre diversos pueblos de tradición indoeuropea, en zonas del Sur de Francia, el Egeo, Creta y entre algunos pueblos itálicos.
En el Mediterráneo Oriental, cuevas relacionadas con ritos iniciáticos se documentan desde época Prepalacial, relacionadas con ritos de carácter agrario, como la cueva de Skotino, situada próxima a Knossos, o la cueva de Kamares. En ambas se hallaron exvotos zoomorfos y antropomorfos, recipientes con restos de ofrendas, así como un bothros con restos de ofrendas líquidas. Por otra parte, resultan mejor conocidas las oquedades relacionadas con los ritos de paso de clases de edad, como las cuevas de Tsoutsouros o la de Hermes, en las que se han hallado numerosos exvotos antropomorfos y sendas balsas de agua, a las que se ha atribuido un papel purificador y de renovación en el desarrollo del rito. Entre este tipo de cavidades, la de Diktè o Ida, merece una especial atención, porque según la tradición, es el lugar de nacimiento, cría, muerte y resurrección de Zeus, así como sede de la fratría de los Curetes, estando vinculada a ritos iniciáticos de clases de edad. En ella se ha hallado un altar rectangular, con numerosos exvotos antropomorfos y zoomorfos depositados en fisuras de la roca, y en una sala más interior, un posible témenos y un altar con cenizas, además de un gran número de exvotos tanto de bronce como de terracota, armas, objetos suntuarios y adornos de oro, marfil, lapislázuli, cornalina o plata.
En la península Itálica, cuevas-santuario asociadas a ritos de paso se documentan al menos desde la Edad del Bronce (Moneo, 2003). En Etruria, en torno a los siglos XVI-XIII a.C. se observa la aparición de cavidades relacionadas con ritos y divinidades de carácter agrario que, en unterritorio no jerarquizado, sin centros gravitacionales, se convirtieron en el punto de convergencia de diversos poblados que se reconocían como pertenecientes al mismo espacio y comunidad territorial (Negroni et al. 1990; Moneo, 2003). Un ejemplo lo constituye la cueva Nueva, en Viterbo, en cuyo interior se ubica un hogar y un curso de agua en torno al que se dispusieron vasos con restos vegetales carbonizados, intencionadamente rotos y puestos boca abajo.
En cuanto a cavidades asociadas a ritos de paso, es común la presencia de cubetas, lagos, manantiales o cursos de agua. Un ejemplo muy conocido es la cueva del Lupercal, en Roma, situada en la colina del Palatino (fig. 33), principal núcleo originario de la ciudad. Esta oquedad se encontraba asociada a una fuente y era considerada de carácter cósmico y ctónico por ser entrada al Más Allá (Blázquez, 1977b), y está relacionada con las fratrías guerreras asociadas al lobo, los luperci o lupercales (op. cit, 143).
En consecuencia, es posible atisbar una evolución y función de las cuevas-santuario ibéricas semejante a la documentada en otros ámbitos del Mediterráneo, y de sus ritos, de carácter iniciático los más antiguos, a los que se unen, progresivamente, prácticas de tipo agrario (Moneo, 2003).
En cuanto a la interpretación de las cuevas ibéricas, estas han sido relacionadas con rituales de purificación y lustración antes de entrar a la población, y con los rituales iniciáticos de clases de edad, pero se carece de dataciones que permitan establecer con seguridad la evolución y/o coetaneidad de los cultos allí practicados.
Se vincula a las cavidades a un significado místico, como entradas al inframundo (Fernández Ruiz, 2014), y como lugares de especial contacto con las deidades y espíritus subterráneos, lugares susceptibles de haber sido considerados por las sociedades antiguas como ámbito de comunicación con entidades infernales, referentes a la fecundidad de la tierra, por su apariencia de “vientre” de la misma, o incluso su residencia en el mundo terrenal, en zonas inexploradas (González-Alcalde, 2009). El culto subterráneo implica un ritual secreto, destinado a conseguir un estatus mayor dentro del grupo social al que pertenece un individuo: un nivel de guerrero, para salir de la adolescencia, un nivel de chamán o de sacerdote, un nivel en suma, distinto al que tenía un miembro de la colectividad antes del proceso denominado iniciación que es, en definitiva, un rito de paso, un momento de cambio y transición que el aspirante debe pasar para renacer con un nuevo estatus.
En estas cuevas también cobraba gran importancia la presencia de flujos de agua o dispositivos relacionados con su recogida. Es posible que en la mitología ibérica existiesen seres parecidos a las ninfas del mundo clásico, vinculadas a la presencia de manantiales de aguas salutíferas (Aparicio, 1977; Blázquez y García-Gelabert, 1992). Quizás se le otorgarse, como producción subterránea, un poder curativo, fecundador y revitalizante. Estas creencias relacionadas con el agua como elemento de paso al Más Allá, ayudarían a explicar los depósitos metálicos en ríos y lagos realizados durante el Bronce Final, como ofrendas rituales, cuyo carácter pudo ser funerario, guerrero, o de culto a númenes vinculados al agua.
A partir de las interpretaciones existentes hemos pretendido sistematizar tres tipos de rituales para las cuevas-santuario en época ibérica. Por una parte tenemos los sacrificios de animales, documentados por la cantidad de restos óseos hallados, aunque no se llega a un acuerdo sobre si se estos animales eran ingeridos como parte de un banquete o comida ritual. Por otra parte tenemos las ofrendas, ya sean en forma de libaciones de miel, leche, vino o agua, realizadas sobre todo en vasos caliciformes o en pequeños jarros bitroncocónicos en caso del Noreste, o en forma de exvoto de bronce o terracota, así como las ofrendas de armas, adornos personales, fusayolas, fíbulas, vestidos, alimentos, etc. Con estas ofrendas se trataría de agradecer a determinadas deidades actuaciones a favor de los oferentes, o de pedir a las mismas ciertos favores.
Otro tipo de ritual sería la quema de determinadas sustancias vegetales, aromáticas y/o con ciertos efectos que se darían a través de su inhalación, como el caso de la adormidera, cuya presencia en el mundo ibérico se ha documentado. Podría realizarse en los hogares o en las propias lámparas (González-Alcalde, 2009).
Se ha observado una asociación entre el lobo, el mundo subterráneo, el agua y el fuego (Almagro-Gorbea 1996b). En el contexto mediterráneo, contemporáneo del mundo ibérico, se ha documentado la presencia del lobo en distintas culturas.
En el ámbito cultural griego encontramos deidades relacionadas con rituales iniciáticos de guerreros-lobo, como el periodo iniciático de la krypteria espartana, para acceder al estatus de guerrero lobo o Ktistés, o como el culto a Zeus Lýkaios en su santuario del Monte del Lobo en Arcadia (Peloponeso), del siglo V a IV a.C.
Las ceremonias de iniciación solían desarrollarse en cuevas escogidas por sus características en las que había corrientes o de agua o lagos, además los lobos viven en grutas. En estos rituales los neófitos se desvestían y, agarrados a un árbol, se sumergían en el agua de un lago, tenían que cruzarlo a nado para, una vez que llegaban a la otra orilla sufrir la metamorfosis que les proporcionaría el cambio necesario para formar parte de sociedades de iniciados.
El totemismo del lobo estaba vinculado a ciudades como Delfos, en que se asociaba al depredador con leyendas y rituales y junto al altar de Apolo, ante el templo, había un lobo de (Plinio, Naturalis Historia, XIII, 81). Según relata Plinio, el neófito se transformaría en lobo tras cruzar un estanque a nado, y tras esto tenía que vivir nueve años con sus iguales y abstenerse de comer carne humana, es decir, no podía comer ciertos alimentos consumidos habitualmente por los humanos. Se ha interpretado como una fantasía que hace alusión a una alegoría del renacimiento tras la iniciación.
El lobo está relacionado con mucha frecuencia con el ultramundo, inframundo o mundo subterráneo u oculto. Hades, Hécate y Tanatos van cubiertos con pieles de lobos y Hécate iba acompañada de perros y lobos. Los griegos creían que los muertos iban revestidos con pieles de lobo, y en ellas envolvían a sus muertos, porque el lobo es el alma del muerto (Blázquez, 1977). El lobo es el guardián de los accesos a los mundos subterráneos y a los infiernos y dentro de los primeros, como “iniciador”, un ser intermediario entre los dioses y los hombres.
En la Cueva del monte Ida en Creta, se adoraba a Zeus Lýkaios, donde había nacido el dios, asimilable a la cabeza de lobo representada por sus adoradores en sus escudos, como el hallado en esta cavidad sacra.
En Roma se relacionan con la figura del lobo, Rómulo y Remo, hijos de Marte y Rea Silvia, fundadores de Roma. Serían amamantados por la loba enviada por Marte, puesto que era animal del dios de la guerra. El lobo, al ser animal funerario, también estaba relacionado con Plutón, dios romano del mundo subterráneo (Grimal, 1997), es decir, el Hades griego, uno de cuyos centros rituales era el Monte Soracte. Allí una cueva de características onfálicas y ctónicas, con aguas sulfúreas, constituía el acceso al Más Allá de los “hirpini sorani”, cuyos rituales del lobo en cueva y relacionados con el fuego, se asociaban con iniciaciones guerreras (Almagro-Gorbea, 1999). En las Lupercalias, los jóvenes romanos se convertían en luperci, es decir, lobos purificadores y fecundantes (Grimal, 1997).
En Roma, como en otras sociedades mediterráneas, hay diferencias entre los rituales de preservación del ganado frente a los lobos, los guerreros y los sacerdotales y espirituales, por lo que los rituales subterráneos están presentes, al igual que la figura del lobo, de una forma muy parecida a la de Grecia o Etruria, con las que Roma tenía vínculos culturales muy fuertes.
Las imágenes de lobos se extienden a lo largo de la época ibérica en muy variadas formas de su plástica, lo que indicaría una variabilidad de funciones. Abundan más desde el siglo IV a.C., posiblemente relacionadas con la desaparición de las monarquías sacras orientalizantes que, durante los siglos VI-V a.C., representaban leones y toros como animales míticos (Almagro-Gorbea, 1996), y su sustitución por las monarquías heroicas en el siglo V-IV a.C. (Moneo, 2003).
La función funeraria quedaría atestiguada por representaciones de lobos en necrópolis. Serían esculturas como el lobo atacando a un herbívoro, en Porcuna (Jaén), de inicios del siglo V a.C., o la escultura del Cerro de los Molinillos de Baena (Córdoba), del siglo III al II a.C., ya en periodo republicano, donde la loba, amamantando a su cría y sujetando un cordero, es una iconografía relacionada con la muerte y el ciclo vital. En la zoomaquia del santuario heroico del Cerro del Pajarillo (Huelma, Jaén), de la primera mitad del siglo IV, un guerrero héroe se enfrenta al lobo. El animal representado simboliza un límite entre el mundo conocido y el desconocido, como un rito de paso, de iniciación (González-Alcalde, Chapa, 1993).
Se han documentado abundantes representaciones del lobo en la cerámica ibérica de los siglos III-I a.C., que pueden hacer referencia a actividades cultuales vinculadas a rituales iniciáticos. Junto al ave rapaz, el lobo, es uno de los temas básicos del grupo “Elche-Archena”. El lobo y el ave son fuerzas opuestas (Olmos, 1988-89). Es de gran significación la “Diosa de los Lobos”, pintada sobre una urna ovoide del siglo III al II a. C., documentada en la cueva-santuario de La Nariz, cueva de muchísima importancia por darse con tanta claridad la relación cueva-agua-lobo-fuego, como en la cueva del Monte Soracte de Roma. Es una figura femenina estante, con el rostro muy esquemático, quizá una máscara. Los brazos levantados, tienen aspecto de cuerpos de lobos o están recubiertos con pieles de estos carnívoros y dos cabezas de lobo en lugar de manos. Se rodea de cuatro depredadores con aspecto de lobos, uno más grande y feroz que los otros (Lillo, 1983).
El lobo es el animal con el que se identifica el sacerdote-chamán, el “Maestro-lobo”, de papel destacado en los procesos de iniciación en cuevas consideradas sagradas, en las que la figura del lobo adquiere su papel de conductor o “devorador” del neófito que tiene que salir airoso de las pruebas, en las que debe morir y renacer como un hombre nuevo. Para ello tiene que adentrarse en las cuevas, y ahí la figura del lobo cumple el papel de guardián del mundo subterráneo (González Alcalde, 2006).
Los ritos se celebrarían con cierta periodicidad, tal vez en el equinoccio de primavera, en Marzo, momento de renovación de la naturaleza. Esto se ha podido confirmar para la cueva de la Lobera, en Jaén, en la cual, tras unos análisis de tipo astroarquelógico, se ha comprobado que durante los equinoccios, en marzo y septiembre, la luz del sol penetraría en la cavidad al anochecer por uno de los ventanucos abiertos artificialmente, creando un interesante juego de luces y sombras en el interior del santuario.
En definitiva, podemos decir que estas cuevas-santuario constituirían un lugar de culto local de los poblados situados en su entorno, convirtiéndose en determinados momentos del año, en el punto de convergencia de las comunidades regidas por un sistema de clases edad, de tal forma que, a través de los ritos practicados en ellas, se lograba la cohesión del grupo y la renovación de sus miembros, lo que llevaría aparejado una renovación de toda la comunidad (Moneo, 2003). Con la romanización, estos ritos sufrieron cambios, como el desarrollo del culto ligado a la esfera de la sannatio, que aparece bien documentado en las regiones del Levante y Mediodía peninsular con el hallazgo de exvotos anatómicos en las cuevas de Les Meravelles, Valencia, y en Collado de los Jardines y Castellar de Santiesteban, Jaén.
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